1968: Largo camino a la democracia

Gilberto Guevara Niebla

Hay una cualidad en la memoria de Gilberto Guevara Niebla, combinación de la voluntad analítica y documental con la fuerza emotiva de la evocación que vuelve a preguntarse, una y otra vez, sobre las claves del 68 en sus diversas etapas; sobre el lado luminoso de una sociedad civil que despierta de un letargo opresivo para cuestionar el lado oscuro de los manejos —literalmente criminales— que el poder diazordacista puso en juego. También aborda los antecedentes y secuelas de ese episodio cuyo legado democrático transfiguró por completo —en sólo cuatro décadas— el sistema político y la vida ciudadana. Una lección cívica trascendental. Una cuota de sangre dolorosa y traumática para una herencia pródiga. Un momento crucial en la difícil modernidad de México. Llamada al encuentro con sus lectores, esta contribución definitiva para esclarecer las zonas susceptibles y señalar el pozo de la oscuridad, el silenciamiento, la tergiversación, 1968: Largo camino a la democracia se suma a la bibliografía de Guevara Niebla sobre el movimiento estudiantil, el 68 y el papel de la Universidad, y lo confirma como el cronista más puntual, el crítico más insistente de aquellos hechos y sus repercusiones múltiples en nuestra actualidad.
—Roberto Diego Ortega

Fragmento ilustrativo

¿Una revolución?

Mi compañero de generación, Marcelino Perelló, expresó en una entrevista que el movimiento del 68 fue una revolución. Yo reaccioné sorprendido: de acuerdo con el significado de ese término, el enunciado es incorrecto. Una revolución aspira a la conquista del poder por la vía armada y eso, por supuesto no ocurrió en México durante 1968.

El Diccionario de política de Bobbio et al. dice a la letra: “La revolución es la tentativa, acompañada del uso de la violencia, de derribar a las autoridades políticas existentes y sustituirlas con el fin de efectuar profundos cambios en las relaciones políticas, en el ordenamiento jurídico constitucional y en la esfera socioeconómica”.

Hay otra acepción del término: Braduel habla de una revolución cultural, consigna que ha habido muchas en la historia —como en el Renacimiento— y que el Mayo Francés fue una de ellas. “Toda revolución cultural es en primer lugar — dice Braduel— una demolición de lo que antes existía. Pero lo que es demolido es en gran medida la fachada, mientras una buena parte de la sociedad permanece y resiste”. Al examinar los volantes, documentos y discurso de 1968, me parece que tampoco este concepto se ajusta al caso de México. Es comprobable que los estudiantes mexicanos jamás contemplaron el cambio cultural como una meta. Centraron su discurso en el ámbito político, lo cual no niega que el movimiento haya tenido repercusiones culturales (las tuvo y muchas), sino que su propósito deliberado, explícito, no fue la demolición de la cultura preexistente.

La única reivindicación específicamente cultural fue la autogestión de la Facultad de Arquitectura, diseñada para modernizar la especialidad y satisfacer las necesidades en materia de urbanismo y vivienda popular. Pero los arquitectos se equivocaban al seleccionar el camino de su propia “revolución cultural”. Bajo el influjo del anarquismo (su líder, Pérez Plata, era un anarquista confeso) resolvieron que todas las decisiones escolares fueran tomadas por “las bases” y se eliminara toda forma de burocracia. Inventaron así una forma de gestión mediante la asamblea. Instalaron en su facultad la democracia directa, la utopía pregonada por los anarquistas durante siglos, que por desgracia no ha funcionado y además ha permitido numerosas catástrofes. El autogobierno en la Facultad de Arquitectura no fue la excepción y desapareció.

Otra iniciativa de autogestión en el ámbito cultural fue la de José Revueltas, inspirado en las formulaciones de los estudiantes alemanes, la tesis de Rudi Dutshcke y el experimento de la Universidad Libre de Berlín; un conjunto de ideas trasplantadas desde un contexto social ajeno.

Cuando Díaz Ordaz advirtió que escalaría la represión hasta las últimas consecuencias si el movimiento continuaba, José Revueltas y los líderes de Filosofía y Letras consideraron imprescindible un cambio de táctica: era urgente dar un paso atrás, sin claudicar en los principios. Según Revueltas, era preciso levantar las huelgas, volver a clases y modificar la enseñanza; adoptar —como en Alemania— una nueva gestión del conocimiento como la vía de un cambio revolucionario en la cultura.

Tales fueron los únicos avances del 68 mexicano dentro del marco de una revolución cultural. Por desgracias y por fortuna, no progresaron. Arquitectura se aisló de las otras escuelas y las ideas de Revueltas se desvanecieron ante el empuje irresistible de una movilización que, aun con demandas justas, destiló tintes mesiánicos y jamás aceptó el regreso a clases unilateral e incondicional.

Por estas razones, calificar el 68 mexicano como una revolución es falso: una afirmación que falla al colocar dentro de un solo molde a los movimientos estudiantiles de ese año en el mundo, porque los hechos confirman que son fenómenos de naturaleza distinta.